Capítulo 4: Volando entre sedas
Mi impresión en aquellos días, era
que algo estaba ocurriendo. No parecían hechos aislados, sino todo era una
maraña de misterio, un misterio que yo quería descubrir. Para mis padres sólo
eran casos extraños, pero que pasados los días los dejaban en el olvido.
No puedo negar que viví en esa casa
momentos de felicidad, que fui una niña feliz, una niña rara pero feliz. ¿Por
qué rara? Porque yo prefería pasar horas en mi cuarto avocada en la lectura de
alguna historia que me estremeciera, porque asistía siendo niña a las
bibliotecas, porque me estaba volviendo antisocial.
No es que fuera difícil para mí
hacer vida social, sino que a veces para mí siendo una niña rebelde, era
complicado entender ciertas actitudes de la que yo llamaba el vulgo.
Mi madre me señaló que algo no
estaba bien en mí, que debería salir y andar en la calle quemándome con el sol como
las otras niñas, no le gustaban ahora mis formas de vestir, pues en casi todo
mi clóset predominaba la ropa negra.
No le gustaba tampoco mi gusto por
el rock ni por el metal. Ni que yo anduviera escuchando a Marilyn Manson ni
nada que pudiera parecérsele. Pues mi apariencia no distaba de los vampiros. Mi piel muy
blanca, mis cabellos largos y negros, con mis blusas y vestidos negros, algo
que mi madre muy seguido me reprochó.
Para Eddy y para Alexa, sólo eran
locuras de adolescente engreída. Pues mis hermanos casi en broma me decían, que
yo por mi intelecto, me creía superior a la gente, y por eso no quería
convivir. Bueno, en realidad no era ni soy así, creo que soy demasiado sensible
y esa esencia gótica no la he perdido, creo que es parte de uno mismo, si uno
se siente bien no hay porque desecharlo.
Pero en aquellos momentos, mi madre
creía que si lo negativo me seguía era por ser amante de las películas de
terror, por el tipo de música y la manera de vestir. Porque mi madre creía que
yo había dejado de creer en Dios, y en la religión que ella me inculcó.
Sin embargo, aún y con mis cambios,
nunca dejé de ser creyente. Pero mi forma de pensar era otra. Yo no necesitaba
ni estaba de acuerdo en ir a la iglesia, pues me había topado con mucha gente
falsa e hipócrita. Dios ha
estado en mi corazón y siempre lo
estuvo.
Lo que a mí me persiguió es algo que
jamás entenderé, pero vaya que lo viví. Nadie puede venir a decirme lo que se
siente, porque las cosas que viví no sólo la vieron mis ojos, sino todos mis
sentidos.
¿Cómo explicar esa fuerza que
sientes, pero que no ves? Jamás dudé de mi misma, ni me creí loca. Pero de que
algo habitaba en esa casa que mi padre habría construido con tanto amor, para
nosotros, su familia, era cuestionable.
Cierto día, en mi habitación, cuando
yo estaba dormida, algo me despertó. Yo sabía de antemano que mis hermanos
estaban en la escuela, que mi padre se iba desde muy temprano a trabajar. Y que
mi madre siempre se encontraba en la planta baja, o bien, andaría en algún
mandado en la calle.
Pero ese día, yo sabía que estaba
sola. Mi cuarto siempre lo mantenía cerrado, pero unas manos comenzaron a
recorrer mis piernas, de arriba a abajo. Yo me encontraba boca abajo
semidormida, con la firme intención de levantarme, pero no podía, algo muy
fuerte sobre mí me lo impedía.
Quise gritar pero no pude, algo me
presionaba el abdomen. Yo me sentía presa de algo invisible. No veía pero
sentía. Y muy a mis adentros, comencé en mi memoria a leer partes del salmo 91.
"El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del
Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; Mi Dios, en quien
confiaré.
Y así, de esta manera, esa carga en
mi cuerpo que me presionaba dejé de sentirla, y desapareció, no sin antes echar
una especie de bufido en uno de mis oídos.
Quise correr escaleras abajo, pero
mi madre no estaba, y si se lo hubiera
dicho en ese momento, me hubiera tachado de loca o de dormir de más. Ese hecho
me lo callé. Y actúe de manera normal.
★
★ ★
Un domingo en la mañana
desperté y no había nadie en casa, me dispuse a desayunar solamente acompañada
de Misi; era un domingo agradable, de mucho sol.
A las pocas horas llegó
mi madre junto con Alexa, habían ido al mercado a comprarse algunas cosas. Pero
mi madre se quedó afuera platicando con unas señoras que estaban en una
camioneta roja. Le pregunté a Alexa, quienes eran ellas; y me dijo que ellas
acababan de llegar a la casa cuando la señora rubia que conducía le había
chistado a mi mamá.
Mi mamá entró a la casa
con un muy mal semblante y me dijo que quería hablar conmigo. Nomás verle el
rostro me preocupé, era algo extraño que mi mamá se comportara de una manera tan
intranquila y rara a la vez.
Me alcanzó a mencionar
que la mujer que conducía le había dicho que si era era su casa, y que tenía
que contarle algo muy importante. Mi mamá atenta la escuchó, y ésta señora le
dijo que en la puerta de la casa habían tirado tierra de panteón... y que
seguramente había malas vibras en la casa. Pero que ella de manera bondadosa la
ayudaría.
Mi madre creyó en la
ayuda, les permitió a dos de ellas entrar a la sala, una se quedó en la
camioneta. La mujer rubia, y con faldas largas, barrió a mi madre con unas
hierbas, y dijo no sé que palabrerío. Y le pidió a mi mamá, que si tenía dinero
guardado, que por favor lo sacara, porque ella bendeciría ese dinero para que
se multiplicara.
Yo estaba detrás de unas
cortinas escuchando todo, me pareció algo estúpido, pero mi mamá parecía
marioneta entre hilos. Me dijo molesta que subiera al cuarto donde yo ya sabía
que estaba el dinero de mi papá.
Sí, mi padre en ese
entonces guardaba sus ahorros y demás dinero en una cómoda vieja pero muy
fuerte. Los billetes estaban en ligas, contados por numeración, y estaban las
fajas de dinero en un botín color crema, que mi padre guardaba recelosamente.
Era su tesoro, y nadie podía agarrárselo.
Pero ese día, a mi madre
le valió, y me ordenó que fuera por ese dinero, por todo, y que se lo
entregaríamos a esas mujeres para que lo multiplicaran y nos quitaran las malas
vibras, porque según ellas, alguien muy malo había tirado tierra de panteón en
la puerta de nuestra casa.
Obedecí a mi madre, y
las piernas me pesaron al subir las escaleras. Llegué al cuarto de mis padres,
y entre los cofrecitos y los joyeros no encontraba la dichosa llave que abriría
la cómoda. Tardé minutos en encontrar la llave... y cuando miré el espejo del
peinador, vi la imagen de una mujer, con un vestido blanco de invierno, y una
larga cabellera ondulada marrón, pero con la cara pálida, como de muerta.
No grité, pero del susto
me caí al borde de la cama, y me pegué en la frente. Mi respiración era
agitada, quería correr del miedo que había invadido mi cuerpo.
Mi madre, abajo
gritándome que ya me estaba demorando demasiado, que dónde estaba lo que había
pedido. Y yo, con el miedo, no encontraba la llavesita, hasta que apareció en
uno de los joyeros y torpemente abrí la cómoda, había un montón de ropa vieja,
de cosas, con mis brazos tantee el final de la cómoda y saque el gran morral
color crema de mi padre.
Lo tomé entre mis manos
y una fuerza me impedía que sacara lo que contenía. Algo me empujó hacia atrás
y volví a caer. Pero los gritos de mi madre me desesperaron y eché las fajas
del dinero en la cama. Dejé unos cuantos fajos sobre la cama y tomé algunos
para llevárselo a mi mamá, que rugía como león por el enojo.
A mí no me parecía todo
ese ritual, pero obedecí, agarré unos calcetines de mi padre, pues ahí meterían
las mujeres esas, los fajos de dinero para que se multiplicaran. La mujer
“limpió y barrió” el dinero... le colocó a mi madre un morral en la cintura
para que después de dos horas ella lo abriera.
Despedí a las mujeres
con mi mirada de sospecha. Ellas me miraron raro. Me dijeron: —tú tienes poder,
pero ahora no te servirá de nada. Cierra la puerta pronto y vuélvete con tu
madre.
La voz de esa mujer me
dio escalofríos. Cerré el portón de la casa, y vi a mi madre arrodillada cerca
de la puerta de la casa en una especie de trance. Le pedí que se parara, y al
pasar los minutos cuando mi madre abrió el morral, en el sólo contenía pedazos de periódicos que
simulaban fajos en efectivo.
La habían timado. Y ella
había caído y les había creído. Se echo a llorar. Y yo maldecí a las mujeres,
salí corriendo en busca de la camioneta roja, pero ya era demasiado tarde.
Cuando mi padre se enteró, le quiso
dar un infarto. Para él no era posible que a mi madre le hayan visto la cara.
La hayan defraudado y robado parte del dinero. Pues como había dicho antes, una
fuerza extraña me impidió sacar todos los fajos de billetes... yo los aventé en
la cama, pero cuando regresé al cuarto, los billetes no estaban en la cama,
estaban escondidos abajo de una almohada, muy bien guardados.
Le pregunté a Alexa si había sido
ella, y me dijo que no. Mi madre y yo nos quedamos sorprendidas... pues
estábamos seguras que los fajos estaban en la cama. Aún así, mi padre tuvo una
gran pelea con mi madre. Pues esas señoras gitanas se habían llevado mucho
dinero, la habían robado enfrente de su cara.
Mi padre no creyó cuando le dije que
mi madre estaba en trance. Así que no quise discutir con él. Pero sí, mi madre
no era ella, actuaba raro. Ya cuando se dio cuenta que la habían robado había
vuelto en sí. Y se sintió desdichada, pues había permitido a esas mujeres
llevarse parte del dinero. Un dinero que con mucho sacrificio mi padre guardaba
recelosamente.
Recuerdo que mi padre lloró
amargamente, tenía mucho coraje. Y salimos a buscarlas en la camioneta, mi
padre había visto a unos gitanos en cierta carretera y tenía la esperanza que
esas mujeres fueran parte de ese clan. Pero nada, no hubo rastros de ellas.
Mi padre les había contado a mi
abuela Ofelia y tía Carmen lo sucedido, como para desahogarse. Mi abuela le
dijo que diera gracias a Dios que sólo nos habían robado, pues esas mujeres son
capaces de todo, y que la mayoría guarda armas debajo de sus grandes faldas.
Tiempo después cuando hice memoria
sobre ese asunto, recuerdo que la mujer que conducía escondía algo dentro de
sus faldas, que se había sentido temerosa con mi mirada, que me ordenó que me
metiera cuando yo salí a despedirlas.
Años después, en el periódico, había
leído la noticia de tres mujeres gitanas que habían caído al precipicio de una
carretera, la camioneta roja había explotado junto con ellas, después de haber
huido y de haber cometido un robo a un comerciante, dueño de una tienda de
abarrotes, en algún punto de la ciudad.
No puedo negar que esbocé una gran
sonrisa al leer la noticia. Pues las lágrimas de mis padres en ese hecho, no
las he podido dejar en el olvido. Desde ese momento dejé de creer en la bondad
de las personas y no iba dejar que nadie viniera a dañar a mi familia de nuevo.
Como familia enfrentamos ese trago
amargo. Mi abuela tenía razón, gracias a Dios no nos habían herido o dañado
físicamente. Pues Alexa era una niña y en su momento no entendió muchas cosas.
Ese suceso nos unió más de lo que ya
éramos y semanas después mi padre hacía una carne asada en el patio de la
segunda planta. Eddy sacó el dominó para jugar. Los cinco jugábamos y reíamos a
rienda suelta. Esa imagen de familia feliz nunca la olvidaré, pues después de
eso, la tristeza y lo paranormal nos rondaba.
Reímos, jugamos y comimos hasta
altas horas de la noche. Ayúdamos a mi madre a recoger las cosas y trasladarlas
hasta la cocina. Yo, nuevamente, me había encontrado dos pequeños gatitos
bebés. Misifú andaba de callejera. Le dije a mis padres que me quedaría a
dormir en el patio, porque quería ver las estrellas y meditar un poco.
Los gatitos bebés estaban a mi lado,
acurrucándose en mis hombros. Y yo tirada boca arriba viendo aquel manto azul,
tan espectacular, lleno de estrellas. Me pareció inmenso. Mi madre no quería
muy bien que me quedara afuera yo sola, pero no pudo con mis ruegos. Me
mencionó que me haría mal el rocío de la mañana.
A las dos de la mañana me desperté,
tenía sed pero mis padres habían cerrado la puerta. Quizá se olvidaron que me
había quedado afuera.
De pronto una luz blanca cegadora me
despertó, creí que ya había amanecido. Confusa por estar dormida al aire libre;
sentí frío, pero vi la luna enorme y blanca.
Los gatitos bebés comenzaron a
maullar temerosos. Y vi lo que aún no he podido comprender; tres mujeres
volaban por los aires; sus vestidos vaporosos de seda se mecían al compás de su
vuelo. No, cualquiera que pensaría en brujas, se imaginaría escobas, vestidos
viejos y feos; pero éstas mujeres eran bellas y volaban sin escobas, pero
siguiendo el trazo, una detrás de la otra, canturreaban una canción, ellas
felices en esa noche de luna.
Mis ojos no parpadearon, las seguí
con la vista y ellas voltearon a verme, me sonrieron y una de ellas se me
acercó: —Ven a volar con nosotros chiquilla—dijo la de atrás soltando una
carcajada. Yo inmóvil no supe que hacer, más que corrí con todo y los gatitos y
toqué la puerta para que me abrieran. Ya no quería seguir ahí. Las mujeres se
fueron volando entre sedas.
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