Capítulo 6: La muerte de Misifú
Ya había cumplido
15 años, la edad que todas las chicas desean, por las enormes fiestas
quinceañeras que se celebran. Yo le dije a mi padre, que no deseaba fiesta
alguna, ni tampoco un carro. Mi padre me dio algo de dinero y me lo gasté en
libros, música, revistas, entre otras cosas.
Recuerdo que mis
compañeras de secundaria ya les habían echo su fiesta de quinceaños, ya se
maquillaban en exceso, traían novio, algunas a escondidas, y yo sólo deseaba tener
días tranquilos, quizá encontrar eso a lo que llamaban amor y la búsqueda de
felicidad.
Vivía entre las
paredes de mi cuarto, soñando, entre libros de poesía y literatura, entre fotos
de revistas y casettes de mi amor platónico, un cantante italiano, Gianluca
Grignani.
No quería nada
escandaloso, es más, hasta quería pasar desapercibida a esa edad. En ese tiempo
me volví muy introvertida. Los amigos los contaba con una sola mano. Casi no
hablaba y en la preparatoria siempre andaba cabizbaja y con los cabellos en la
cara para que no me vieran totalmente el rostro. Morticia me seguían diciendo
algunos, apodo que desde muy niña me pusieron, por mis cabellos largos y
negros, y mi piel blanca.
-Así nací idiotas
— les llegué a decir un día.
En ese tiempo
estudiaba dibujo, vivía en mi mundo. Yo no iba a discos, ni a bailes, no era de
mi agrado. Así que en mis vacaciones me la pasaba leyendo y escuchando música.
Mi gata Misi
siempre estaba a mi lado, algunas noches desaparecía porque traía un novio
gato, ese gato se llamaba Chaires, era de la vecina. Misifú y Chaires se
volvieron muy unidos. Creo que alguna vez sentí celos, porque Misi llegó a
desaparecer tres días seguidos. Me preocupaba, pero nunca se iba en definitivo,
volvía y corría las escaleras hasta mi cuarto, me sorprendía cuando estaba en
la cama. Como diciendo: Hey, aquí estoy, ya volví.
Cuando cumplí 15
años mi madre me llevó a un estudio fotográfico, quería una sesión de fotos.
Ese mero día, me salió una espinilla enorme en la mejilla derecha. Era raro que
me salieran espinillas, pero ese día fue el colmo, era gigante. Traía ojeras y
mi cabello sin chiste.
Mi madre me
consiguió un vestido de fiesta color melón, con guantes y sombrero. Me pareció
ridículo, pero no quise hacerla sentir mal. Sentí que esa color no se me vería
muy bien, y me vería gorda.
Me lo puse de mala
gana, y primero me hicieron un peinado, que no estaba tan mal, pero no me
gustó, después me maquillaron. Y me sorprendí, parecía otra, no me veía tan mal
ni tan ojerosa, habían ocultado esa enorme espinilla. Creo que me veía guapa. Y
mi madre se emocionó tanto que hasta una lágrima derramó.
En casa, me
esperaba toda la familia de mi padre, las tías que me caían gordas, los primos
que a las quinientas veía, pero traté de disfrutar ese día. No siempre se
cumplen 15 años.
Mi abuelo, el padre
de mi papá no pudo asistir porque se sentía mal. La familia de mi mamá no fue
invitada porque a ellos no les gustan las fiestas, son cristianos y no les
parece bien los bailes y los alborotos de las fiestas.
La comida estuvo
muy rica, el pastel y todo. Despedí a los invitados. Sólo una tía, hermana de
mi papá, se quedó a dormir ahí. No era raro que lo hiciera, pues a veces su
esposo andaba de viaje y ella prefería que la recogiese al siguiente día.
Ya en mi cama,
agradecí a Dios y a mis padres el haber celebrado ese día. Abrí algunos de mis
regalos y escribí algunas notas en mi diario personal. Misi se subió a mi cama,
como entendiendo que había sido mi día, y me dio una de sus manitas, la abracé
y nos quedamos dormidas.
Después
de la fiesta familiar estuve pensando en los años que se me iban acumulando y
que esos años ya no regresarían. Tenía que vivirlos al máximo, pero algo en mí
había cambiado y no precisamente para bien.
Misifú
durmió toda la noche conmigo, tuvimos un sueño tranquilo. Al verme en el espejo
del baño observé que aún había rastros de maquillaje y mis cejas estaban muy
bien delineadas. Observé también que no era tan fea como pensaba, algo en mí a
veces relucía.
Pero
me estaba volviendo completamente antisocial, a veces creía que odiaba a la
gente, otras veces sentía lástima por mí misma. Llegué a cuestionar mi
existencia muchas veces, y comencé con mis enfermedades sugestivas. Me hacía a
la idea de que no podía respirar y así era, no podía respirar y eran noches de
desvelo e insomnio interminables.
Otras
noches no dormía por los sonidos en mis oídos, esos tambores o especie de
música que me tenía en la locura. Y comencé a ser alérgica al polvo, a lo común
y a la felicidad.
Después
de la varicela y las semanas en casa sintiéndome mal, llegó algo de lo cual no
estaba preparada: la muerte de mi abuelo paterno. Tenía cáncer y esta
enfermedad lo consumió.
La
muerte para mí era solo una palabra lejana que terminó por darme noches de
guerra. Le lloré a mi abuelo, y me lloré a mí misma, por el sufrimiento que me
iba tejiendo por las madrugadas pensando en por qué la gente tenía que
enfermarse y morir.
Y
pensé en mi muerte, pensé en morir, en cuándo llegaría y las múltiples
enfermedades que me visitaban cada día. Y poco a poco ya no quería levantarme
de la cama, y a veces se me dificultaba respirar.
Me
enfermé de depresión, cuando me dio varicela no sólo me salieron granos, salió
la negatividad de mi ser. Incontables noches de insomnio y fiebre fueron
aletergando mis días miserables, en los que las lagrimas ya no eran
suficientes. Y sólo esperaba mi muerte. Viví noches incalculables de delirio, y
las voces, esas voces en mis oídos llegaban a perturbarme, a lograr quitarme la
paz.
En
la preparatoria no me iba tan mal, hacia las cosas automáticamente y fui dando
justificantes, me fui enfermando, y ya no comía y cada vez bajaba de peso. Y
así las cosas cada vez peor.
Eran
muy pocas las cosas que disfrutaba, el leer, el dibujar y la compañía de
Misifú, mi gata querida, que siempre me acompañaba en las buenas y en las
malas. Ella me vio crecer, me vio cambiar y se mantuvo siempre fiel.
Al
regresar cada día de la escuela yo sabía que Misifu estaría esperándome. Pero
hubo tres días que desapareció, me asusté y me preocupé. Mi madre me vio
llorando y me consoló. Fueron tres días sin ella y una mañana regresó y fue
abrazarme a la cama.
Al
siguiente día la noté muy rara. Misifú no quería comer y se escondía en algunos
rincones. Dormía demasiado, ya no era activa. Una mañana de viernes durmió
conmigo.
Una
tarde de domingo, mientras Alexa y yo veíamos la televisión en el cuarto de
estudio, escuchamos quejidos, quejidos raros, casi humanos. Como lamentos y
sollozos y pudimos ver que Misifú se quejaba y no quería que la viéramos
sufrir.
La
miré, miré sus ojos verdes por última vez y supe que nos despediríamos. Mi
madre la tomó en sus brazos y falleció. Lloré sin encontrar consuelo. Alexa
también. En la casa ese día hubo una gran tristeza. Me quedé sin palabras.
Mi
compañera, mi cómplice había partido y no estaría jamás conmigo. Mi madre la
envolvió en una colcha y la enterró en nuestro jardín trasero, al lado del árbol
tenebroso y gigantesco. Alexa y yo pusimos flores amarillas y se nos llenaron
los ojos de lágrimas.